domingo, 9 de noviembre de 2014

UN CUENTO ROCOCÓ CON SORPRESA

UN CUENTO ROCOCÓ CON SORPRESA

A Sonia por su cumpleaños
Que cumpla muchos más
y que siga encantándole leer.

En los tiempos galantes, cuando los nobles y las damas llevaban satén de colores claros y los cabellos empolvados, en aquellos tiempos en que los reyes habitaban en elegantes quintas rodeadas de jardines franceses bien ordenados con sus juegos de agua y sus parques para ir de cacería (lo cual había sido hecho posible por el retorno de la paz, tras treinta largos años de conflicto), había en una de estas mansiones un rey y una reina jóvenes, bellos e inteligentes. Fruto de su amor en aquellos salones fue una única hija, una princesita adorable, y, seis años más tarde, la pequeña tuvo la desgracia de perder a su augusto padre, fulminado por un infarto, como si le hubiera caído un rayo.

La reina viuda asumió la regencia de aquel punto del horizonte, lado del mundo, tierra, reino, lugar, región, provincia, o dilatada extensión de territorios prósperos que le había tocado en suerte. Y, educando a su hija como la heredera que era, fue a buscar por varios puntos del horizonte, lados del mundo, tierras, reinos, lugares, regiones y provincias a los eruditos más expertos en las artes creativas, en historia y cultura, a los más diestros maestros de esgrima, de canto y de danza. Con una plantilla de profesores tan bien escogida, la joven princesa no tardó en estar capacitada para gobernar, mientras su madre, ahora más entrada en años, pensaba en quitarse la corona y dedicarse a su pasión: las labores de costura. Por ahora, la joven se dedicaba a observar los astros, a montar a caballo y a escribir poemas de amor dirigidos a ninguna persona en especial. Hacía falta casar a la princesa Elisabeth, lo antes posible, pero que ella se decantara por un pretendiente no sería una tarea poco difícil.

Las proclamaciones fueron enviadas, a los cuatro u ocho puntos del horizonte, a varios lados del mundo, tierras, reinos, lugares, regiones y provincias, que todo joven de buen parecer podía presentarse en la corte y hablar con la futura reina, y que ella escogería a aquel que le pareciera más encantador.
Oyóse un gran estruendo, y era que venían de todos los lados del mundo los caballeros que combatían y tenían en su brazo la fuerza, cabalgando en caballos vestidos de hierro. Los más bravos venían de la tierra de Francia, en donde había la más terrible lucha, y del reino de Inglaterra, sacudido por la revolución. De todos los lugares venían. De modo que el salón del trono pronto estuvo lleno de uniformes y corazas.
Un Wallenstein bohemio de unos treinta años le presentó las banderas que habían capturado sus ancestros en sangrientos campos de batalla durante el siglo anterior. Un lord cuarentón, ferviente protestante, que era coronel y hermano de armas de Mambrú, le mostró su cara cruzada, su ojo izquierdo de cristal y el garfio que tenía en vez de mano derecha. Un joven teniente prusiano, rubio y lampiño, le explicó cuánto esperaba su bautismo de fuego, entregándole su fino estoque, y que estaría dispuesto a morir por el rey y por la patria (de Prusia, claro). Ningún aparato de potencia y ningún signo de victoria pudieron hacer que Elisabeth hiciese oír su encantadora voz.
Los herederos de los grandes reinos también se presentaron: el zarévich de todas las Rusias, un bastardo del rey de los franceses... pero el más renombrado fue un pretendiente de latitudes más cálidas, de rizos como la medianoche y tez como el cobre. Su carroza y sus vestidos y todo él estaban adornados con las perlas de su reino, las cuales despiden aromas excelentísimos como las más olorosas flores, y son las preferidas de las hadas madrinas. De los más remotos lugares, él había traído un vestido también decorado con perlas en forma de signos del zodíaco, y dos docenas de eunucos morenos y lampiños tan frágiles como muchachas.
Un catedrático de Uppsala, cuatro ojos y treintañero, le trajo la mariposa diurna más grande que había podido encontrar: era tan grande como una hoja de arce.
Ninguno de ellos logró ser el elegido de ella o despertarla al amor, como ellos lo habían sido desde sus países lejanos. Eso sí, ella aceptó el vestido y sólo dos de los eunucos como lacayos, así como el estoque del teniente y las banderas del Friedländer.

Del lado del país de las hadas llegó entonces una gran carroza en donde maravillosos liristas hacían sonar sus liras, y jóvenes hermosas agitaban palmas en una alta figura de mujer; con grandioso decoro extendían dos alas como un ángel, y tenían cerca de sus labios, asido con la diestra, un largo clarín. Y la princesa miró el carro glorioso y dijo tres palabras:
-Son tan hermosos...

Así que los ocupantes del carro glorioso fueron invitados a la corte, a quedarse en una de las alas del palacio real. Al preguntarle a la princesa qué clase de poemas querían que recitara, ella les contestó:
- Los herederos de los grandes reinos y los más bellos mancebos no han conseguido más que la amistad de Su Alteza. La fuerza no puede calmar mi sed de amores: tampoco me he conmovido ante el desfile de los conquistadores que han pasado cubiertos de hierro, con sus enormes hachas y espadas, semejantes por su fortaleza a los invisibles caballeros de los truenos.
La fuerza y la guerra no le interesaban mucho, ella prefería escuchar los poemas sobre signos del zodíaco y galanes seducidos por hadas que los autores a quienes la Casa Real patrocinaba le habían escrito.
- Es la gloria, cuyas palmas conozco y he escuchado resonar en el más espléndido y admirable de los carros triunfales. No estoy mintiendo para adularos... ¿no podéis ver en mis ojos la chispa de la verdad?
Y en sus ojos se reflejaban, en efecto, destellos que delataban que era sincera.

Los ocupantes del más espléndido de los carros triunfales representaron, en el Teatro Real, una historia de amores y malentendidos: "La condesa de Toggemburgo", que decían ser la leyenda original que había inspirado a Shakespeare para su Otelo. La hicieron como una ópera, con canto y danza hasta el final. Aunque hubiera escenas de combate, éstas eran pocas, y se mostraba el conflicto como un azote irracional. Y Elisabeth quedó fascinada por la gracia y la apostura del joven lirista que interpretaba a Konrad, el Cassio de turno. Se emocionó y quedó cautivada por las penas que pasaba el mancebo desde su caída en desgracia hasta su feliz redención. Entre bastidores, felicitó al lirista Astrid por su sorprendente Konrad y se prepararon juntos para la gran fiesta galante que sucedería a continuación. Ya las damas y los sirvientes hablaban de un enlace seguro.

El sol se estaba poniendo entre suaves nubes rosas dignas de abrazar.
Y surgió durante el festín, a la luz del sol poniente, reflejada en el champán que burbujea como una disolución de topacios hirvientes, reflejada la luz de un sol agonizante en las copas de cristal de Bohemia y las jarras donde espumea el vino que embriaga sin dar fortaleza. Ya habían servido la tarta, las castañas glaseadas y los macarons, todo regado con transparente eau-de-vie que, una vez dentro, parecía fuego líquido. Los más irascibles, a pesar de ello, se contenían para no perturbar la alegría general.
Allí estaban los oficiales con sus galonados uniformes, y las damas con sus mejores tocados, todos vestidos a la moda. La reina madre enlutada en un trono forrado de satén negro medianoche. Y, en un rincón del salón, la princesa y su Astrid, con chaleco verde y peluca empolvada. Una suave declaración de la augusta joven, antes de volver al minué: "Te quiero".
Su otra mitad, de suaves mejillas encendidas ligeramente por la intoxicación etílica, responde que hay una verdad que las dos tienen que saber. Un corazón ebrio está demasiado alegre como para atender a razones. ¿Qué será ese secreto que ahora saldrá a la luz en el tête-à-tête?
- En realidad, no soy varón. Soy una contralto a quien, por su voz y su aspecto físico, le toca interpretar papeles masculinos, y siempre ser el héroe joven o el muchacho inocente.
A Elisabeth no le importaba en absoluto lo que fuera Astrid en realidad. Tras persuadir a su augusta madre, que ya estaba para quitarse la corona, la princesa se casó con la contralto en las capillas reales. El celebrante no tuvo reparos ni se opuso tampoco a entregar su bendición a las dos novias.
Ya que no podían tener descendencia, adoptaron a tres hijos (de los cuales dos eran niñas) de una rama menor de la Casa Real. Durante varias décadas, hasta el fatídico año en que, al caer la Bastilla, salieron al paso de la eternidad, vivieron felices y en paz en aquella región, entonces llamada "el reino de las dos reinas".





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