sábado, 20 de diciembre de 2014

FORGET ME NOT: CHAPTER III

NO-ME-OLVIDES
Por Sandra Dermark

Un fic de Vocaloid basado en la novela homónima de Putlitz.

3. EL BAILE DE COMPROMISO

No tuve la suerte de abrir mis pétalos en plena naturaleza, sino entre cuatro paredes de cristal y acero, rodeada de plantas extranjeras con sus respectivas hadas flores: tiarés, orquídeas del género Cattleya, camelias, crisantemos y otras tantas. ¿Quién podía describir su nostalgia?
En cambio, este país era mi patria, pero estaba fuera de temporada: los humanos habían engañado a la Primavera, a la cual pertenecía, para mantenerme viva en pleno invierno, contemplando un paisaje nevado a través de enormes ventanas cubiertas de escarcha.
Le solía preguntar al hada de una violeta tricolor que crecía junto a mí por qué Ellos nos mantenían prisioneras de ese modo.
-¿Por qué a nosotras, sencillas flores europeas, casi “malas hierbas”?
No tuve mucho tiempo para pensarlo, porque una de Ellos nos recogió , nos agrupó en ramilletes y nos subió en un carrito, para luego llevarnos dentro del baluarte contiguo a la jaula de cristal. Una gélida corriente de aire heló mis pétalos y mis mejillas durante el trayecto. Casi no notaba la resignación del hada de una flor de tiaré al aguantar la temperatura del aire, ni cómo las de dos fucsias buscaban abrigo bajo sus pétalos. De pronto nos iluminó de golpe una lámpara de araña, ¡y estaba yo con la mirada fija de hito en hito en el esplendor de un salón de baile! ¡Nunca habia visto algo igual!
La luz que irradiaban las arañas se reflejaba en la recargada decoración de las paredes, y allí se reunió una troupe alegre y elegantemente vestida. Un cuarteto de cuerda tocaba valses vieneses y las parejas se pusieron a dar vueltas como trastocadas por el rayo:
-“Un-deux-trois,”  “un-deux-trois” -se marcaba el compás.
Pusieron nuestro carrito delante de unas cortinas y , desde allí, podía verlo todo sin llamar la atención.
Ofuscada por el ritmo de los valses, las vueltas que daban las parejas, la decoración barroca, las alhajas y vestidos de las damas, los galones de los oficiales militares, la belleza de sus figuras, las luces de las arañas... tardé bastante en recobrar el sentido.
Era un ritual muy extraño: cada caballero hacía una reverencia fría y austera y la joven a la cual se la ofrecía también la aceptaba con excesiva formalidad.
Un par de segundos después, una pareja pasó frente a nosotros. Los ojos de los dos brillaban, respiraban con agitación, y el talle de la joven se estremecía en brazos de su caballero. Se separaron; la misma reverencia, el mismo saludo formal... como un perpetuo encenderse y apagarse.
Sucedió una pausa dramática: el cuarteto se puso a afinar sus instrumentos y los sirvientes pusieron en orden hileras de sillas Luis XIV. Las parejas ocuparon sus asientos y la primera pareja abrió el baile.
La joven que salió a bailar la primera era la más bella de todos los presentes. Era rubia y esbelta, de curvas no muy pronunciadas.  Vestida de blanco, llevaba en su altiva cabeza una corona de fucsias. Sus azules ojos desprendían aún más destellos que el colgante de su pecho, tan segura estaba de sí misma. Su brazo diestro, adornado con una pulsera, reposaba sobre el galón del hombro del oficial pelivioleta y condecorado que era su pareja.El hada de una ramita de mirto que había a mi lado se dio cuenta de en quién me había fijado:
-Se trata de fröken... mademoiselle Linnéa, la hija de la anfitriona. El joven con quien baila es su prometido, el general de división...
Pensé en lo bien que ella debería sentirse.
Junto a la cortina se habían sentado una joven peliverde vestida de azul y su carabina, que le advertía:
- Le cogió la institutriz in fraganti un par de veces. Claro,es tan fácil siendo él tan ingenuo...
-Linnéa, como amiga íntima mía, me ha confesado que le ve como un plasta, ¡pero ella es tan voluble!
- ¿No hacen el general y ella buena pareja?
Dos jóvenes oficiales pasaron con sus respectivas parejas junto a mí:
-¡Es tan hermosa!
-Es ciertamente hermosa, mi teniente, pero no tiene corazón.
Al otro lado del salón, reclinado de pie contra una columna, pude ver a un joven lampiño y de claros cabellos vestido con una sencilla levita. Él no bailaba con ninguna de las señoritas, y rara vez hablaba con alguno de los presentes. Sólo sus ojos permanecían fijos en la estrella de la tarde, que atraía todas las miradas, siguiéndola siempre en su vaivén. Sentí una extraña compasión por él, pero no sabía por qué.
Cuando ya daba por sentado que se habían olvidado de nuestras flores, el carrito fue trasladado al centro de la sala. Los caballeros cogieron uno tras otro cada uno un ramillete y lo presentaron a sus respectivas parejas. Al final sólo quedaba el ramillete con mi flor, hasta que vi al joven introvertido que mostraba tanto interés en la homenajeada. Se acercó al carrito con paso firme y me cogió en el ramillete mientras susurraba “nomeolvides” y presentó mi flor a la señorita Linnéa. Cuando él hizo su reverencia la miró de hito en hito. Ella desvió la mirada y, mirando a las flores, exclamó (para disimular tal vez):
-¡Nomeolvides! ¿No te acuerdas de las que recogíamos, Lennart?
-¿Y después? le preguntó él con ironía.
-Shh... ¡Ni un recuerdo del pasado, porque ya ha pasado!
Unos minutos después, volví a asomar... pero Lennart había desaparecido. La velada llegó a su fin, se fueron los invitados, y la sala estaba vacía. La homenajeada se había deshecho de todos los ramilletes, excepto del que contenía mi flor, el cual sostenía con fuerza en la mano diestra.
Dejó la sala y atravesó pasillos iluminados indiferente a su esplendor, sin preocuparse por los ramilletes marchitos que yacían a sus pies. Su paso era firme, su mirada clara, su cabeza estaba erguida en señal de altivez. Entró en su habitación, donde una sirvienta castaña con delantal (a la cual reconocí como aquella que nos recogió en el invernadero y nos trajo al salón) le estaba esperando. Ésta le quitó el tocado y el colgante a la señorita, que se quitó la pulsera y la arrojó sobre la consola del tocador con tanta violencia que un valioso broche se le cayó al suelo.
Cuando ya estaba sola y en camisón, en lugar de irse a la cama con dosel, se quedó inmóvil y absorta de pie en medio del cuarto. Luego volvió al tocador donde había dejado sus alhajas. ¿Querría echar un último vistazo a su reflejo, con los complementos que le hacían brillar?
Asió el ramo. Sus dedos hurgaron por entre fronda y pétalos (y por poco me aplastan). Intuí que buscaba mi flor. Entonces abrió el cajón de la consola, sacó unas tijeras, cortó el lazo que sujetaba los tallos, dejó a las demás flores a un lado, me sacó del ramo con mi flor, y asentó la cabeza sobre mí.
Ya me estaba marchitando cuando una gota de agua cálida y salada cayó sobre mí desde su ojo izquierdo. Miré arriba una vez más y advertí el cambio que se había operado en aquellos rasgos otrora tan fríos y altivos. “¡Quién la ha visto y quién la ve!”, pensé: su cabeza ahora reclinada, lágrimas brotando y discurriendo por sus mejillas y su cuello, se estremecía todo su cuerpo como una hoja al viento.
¿Podría ser que ella no fuera tan feliz? ¿Podría ser que ella tuviera, al fin y al cabo, un corazón?
Linnéa asentó la cabeza en las manos y se postró sobre la consola. No sé por cuánto tiempo permaneció así, pero al final la primera luz del día despuntaba por entre las cortinas de la lujosa habitación. Entonces ella se incorporó, sacó un guardapelo del cajón y lo abrió. Sacó el mechón descolorido que había dentro y me introdujo para luego volver a poner el cristal y besarme tras él.
Mi vida terminó igual que inició: en cautividad, tras un cristal. No sé cuánto duró el que ella me besara tras mi nueva pared de cristal... y fallecí en ese beso.

Y entonces me reencarné...

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