viernes, 31 de marzo de 2017

REGRESO A LAS LAGUNAS SEMÁNTICAS

Los términos no son ni exclusivamente traducibles ni exclusivamente no traducibles; sería más acertado decir que el grado de dificultad de su traducción depende de su naturaleza, así como del conocimiento del traductor de las lenguas origen y meta en cuestión. A menudo un texto o un acto de habla que se considera "intraducible" es en realidad una "laguna léxica", es decir, no hay una equivalencia unívoca entre la palabra, expresión o giro en la lengua origen y otra palabra, expresión o giro en la lengua meta.



De nuevo recurrimos a René Magritte, cuyo arte plantea la arbitrariedad de las palabras y pone, por ende, buenos fundamentos para bucear en el océano de la semántica/pragmática cognitiva. ¿Llamar "luna" a /la prenda de vestir que llevamos en cada pie, izquierdo y derecho, para protegerlos/? Se puede, pero el problema es que "zapato" y las palabras equivalentes en otras lenguas ya están fosilizadas en cada cultura.
Entonces... ¿"luna" serían sólo los tacones o incluiría también los tenis, las sandalias, las chanclas y las katiuskas -es decir, toda la familia-?

Ya Marco Tulio Cicerón, en tiempos de los romanos, se embarcó en un largo discurso sobre la falta de un equivalente griego para el adjetivo ineptus/a/um (para estudiantes de Ciencias y los de Letras que han olvidado su latín... léase: ineptus inepta ineptum). Llegó a la conclusión -obviamente, al menos ligeramente errónea- de que los griegos eran tan ineptos, tan ineptos, que rara vez por no decir nunca prestaban atención a esta falta y por ende no tenían forma de denominarla.
¿Es la forma en que el lenguaje divide el mundo en conceptos una construcción cultural? Guy Deutscher propone un experimento para imaginar: el experimento de la isla de Zift. No existen palabras en ziftés para el concepto de /ave/ (vertebrado ovíparo y nidícola, cubierto de plumas y provisto de pico córneo y de alas por extremidades superiores, frecuentemente aeroterrestre) ni para el de /rosa/ (flor perfumada y de pétalos suaves, de la familia de las rosáceas, que crece en un arbusto a menudo espinoso...). Tienen, sin embargo, una palabra, "aosa", que designa a las rosas blancas y a todas las aves que no tengan el pecho rojo; y otra, "rave", que designa a todas las rosas de color y aves con el pecho rojo (petirrojos, fragatas, cardenales...).
Digamos que nos han entregado un cuento en ziftés para leerlo:
Una rave de plumas de colores vivos y una aosa amarilla se posaron en una rama y se pusieron a trinar un dueto. Llegaron a discutir en cuál de los dos tenía el canto más dulce. Al no ponerse de acuerdo, decidieron que les juzgaran las flores de aquel jardín. Volaron abajo, aterrizando junto a una fragante aosa y a una rave roja entreabierta, y pidieron su opinión. Pero, ¡oh no!, ni la aosa ni la rave podían distinguir entre las cadencias en cascada de la aosa y la temblante aria de la rave. Grande fue la irritación de los ofendidos cantores: la rave le arrancó a la rave roja pétalo tras pétalo, y la aosa amarilla, igual de ofendida, atacó a la aosa fragante con igual vehemencia. Terminaron ambas juezas desnudas y desprovistas de pétalos: ni la rave era roja ni la aosa era fragante.
MORALEJA: ¡Nunca erres al distinguir una rave de una aosa!
(En "Instrucciones para subir una escalera", de modo similar, Cortázar se refiere a ambos pies como "el pie" a secas, sin añadir nunca los adjetivos "izquierdo" o "derecho", para crear un texto intencionadamente confuso)
Según Deutscher, el sentido común nos explica que la supuesta distinción ziftesa de conceptos es fundamentalmente implausible, que no puede ser más antinatural combinar las rosas de color y las aves de pecho rojo bajo una misma etiqueta ("rave"), y lo mismo vale para las aves sin pecho rojo agrupadas con las rosas blancas ("aosas"). Y, si la distinción ziftesa es antinatural, las de otros idiomas deben ser más o menos naturales. Por ende, el sentido común sano (healthy common sense) sugiere que los conceptos detrás de las etiquetas no pueden ser agrupados así como así. Los lenguajes no pueden arbitrariamente agrupar conjuntos de objetos: cada oveja va con su pareja bajo una y la misma etiqueta. Cada idioma ha de categorizar el mundo de una forma que reúna objetos similares en nuestra percepción de la realidad.
Incluso una observación superficial de cómo las criaturas adquieren el lenguaje confirma que estos conceptos tienen algo de "natural". Los niños necesitan que les enseñen las etiquetas en el lenguaje de su sociedad en particular, pero no necesitan que les enseñen a distinguir entre conceptos. Es natural que una criatura que haya visto imágenes de gatos en ilustraciones y en pantalla, la próxima vez que vea alguno en vivo, lo reconozca como un gato --no importa si este gato de carne y hueso sea un persa negro en vez de un atigrado rubio, si tiene el pelo corto o largo, si es tuerto, cojo, o de cola corta...-- en vez de como una rosa o, digamos por poner otro ejemplo, una rana. La comprensión por instinto de estos conceptos en los niños muestra que el cerebro humano está innatamente equipado con potentes algoritmos de reconocimiento de patrones (pattern recognition), que clasifican a los objetos similares en grupos.
Las etiquetas reflejan convenciones culturales, pero los conceptos detrás de dichas etiquetas han sido formados por los dictados de la naturaleza. Se puede decir mucho de esta partición: es clara, sencilla y elegante; satisface a nivel intelectual y emocional, y, por último, tiene una ascendencia tan respetable como el mismo Aristóteles, según quien "a pesar de que los sonidos del lenguaje puedan variar de raza a raza, los conceptos mismos, las impresiones de la psique (así los denomina el filósofo) son las mismas para toda la Humanidad".
En la práctica, la cultura no solo controla las etiquetas, sino que además asalta sin cesar la frontera de lo que sería el mayorazgo de la naturaleza. Las convenciones culturales se entrometen en los asuntos internos de muchos conceptos, de maneras que a veces perturban al sentido común sano. La cultura permea profundamente el territorio de los conceptos, y puede resultar muy difícil aceptar este orden de cosas. El sustantivo "mind"/"mente" es prácticamente difícil de traducir al francés y al sueco (y otras lenguas escandinavas), ídem el japonés "kokoro", que abarca un abanico de conceptos mucho más amplio que "mind"/"mente". De hecho, incluso "kokoro" plantea dificultades de traducción a casi todas las lenguas europeas. Estos conceptos no pueden ser naturales como el caso de "gato", "rana" o "arbusto"; de otro modo, estos conceptos abstractos serían idénticos en todos los idiomas. Nuestro viejo amigo John Locke reconoció que, en el ámbito de lo abstracto, cada idioma tiene el permiso de "carve up" sus propios conceptos, a los que llama ideas específicas, comprobándolo a través de "la gran lista de palabras de cada idioma que no tienen las que correspondan en otros. Lo que muestra que las gentes de un determinado país, dadas sus costumbres y formas de vida, han hallado la ocasión de hacer diferentes ideas complejas, y darles nombres; mientras otros idiomas nunca las han recolectado como ideas específicas". Locke dixit.
En el momento en que la naturaleza muestra la más ligera duda en su incisión, la cultura lleva a cabo un rápido asalto. Muchas de las partes supuestamente diferentes del cuerpo humano no fueron delineadas por la naturaleza con mucho detalle. El brazo es la Eurasia de la semántica anatómica: igual que se puede hablar de Eurasia, Europa y Asia, o Europa Occidental (a su vez, dividida en Norte y Sur), Europa del Este, Oriente Próximo, Oriente Medio, subcontinente indio, Himalayas, estepas y Lejano Oriente... se puede usar "brazo" para toda la extremidad superior, lo que equivaldría al concepto de Eurasia como un todo, o delimitar las "fronteras" del hombro hasta la muñeca, o del hombro hasta el codo. Resulta que la respuesta depende de la cultura en que uno ha crecido. Hubo un período bien largo de tiempo en que Alma Deutscher, la hija de Guy Deutscher --hablamos de una familia judía británica, la lengua materna del padre es el hebreo, mientras que la de la niña es el inglés-- corregía a su padre cada vez que este empleaba el sustantivo hebreo "yad" (que engloba /mano/, /brazo hasta la muñeca/ y /todo el brazo/) para expresar el concepto /brazo/, habiendo llenado la niña la laguna con el anglicismo ("Eso no es 'yad', papá. ¡Eso es 'arm'!"). El hecho de que sean cosas diferentes en un idioma y la misma cosa en otro no es tan fácil de comprender.
Para poner otro ejemplo del hebreo, no tienen palabra equivalente a nuestro /todo el cuello/, y a propósito de ello también habla Guy Deutscher. "Uno habla de su cuello y yo lo tomo literalmente y creo que se refiere a lo que entiendo por 'cuello,' lo que en mi lengua materna se dice 'tsavar'. Pero después de un rato resulta que ha estado hablando del cuello pero no del 'tsavar', sino de la nuca, lo que llamamos 'oref'. El hebreo no tiene holónimo equivalente a /todo el cuello/ y distingue entre 'oref', /nuca/, y 'tsavar', /garganta externa, parte anterior del cuello/."
Las concesiones de la naturaleza a la cultura parecen ahora ligeramente más inquietantes. Es ligeramente inquietante que los conceptos abstractos ("mente", "kokoro") sean culturalmente dependentes, pero salimos a la frontera de la zona confortable al pensar que por ejemplo, las relaciones de meronimia y holonimia en la anatomía humana dependen de las convenciones culturales de cada sociedad. Las invasiones que realiza la cultura del dominio de los conceptos están empezando a doler un poco.
The way 
our language carves up the world into concepts has not just been deter- 
mined for us by nature, and that what we find "natural" depends largely 
on the conventions we have been brought up on. That is not to say, of 
course, that each language can partition the world arbitrarily according 
to its whim. But within the constraints of what is learnable and sensible 
for communication, the ways in which even the simplest concepts are 
delineated can vary to a far greater degree than what plain common 
sense would ever expect. For, ultimately, what common sense finds nat- 
ural is what it is familiar with. 
Cuanto más compleja la sociedad, menos distinciones semánticas es probable que exprese a nivel léxico (word-internally).




De Konishi a Boroditsky

Para comprobar si las diferencias de género de los sustantivos de una lengua a otra, en 1993 una psicóloga japonesa afincada en California, Toshi Konishi, presentó una lista de 54 de esos sustantivos con géneros gramaticales cruzados a 40 mexicanos adultos y a otros tantos alemanes adultos y les pidió su opinión sobre ciertas características relacionadas con la potencia que asociaban con tales objetos. Comprobó que atribuían a un mismo objeto más fortaleza cuando en su lengua materna era del género masculino (de ahí, por ejemplo, que los mexicanos atribuyeran a los puentes más fortaleza que los alemanes, que dicen "die Brücke") y concluyó, en contra de la tesis tradicional, que el género gramatical afecta al significado que atribuimos a las palabras.
Otros experimentos posteriores ha corroborado ese resultado. En uno de ellos, dirigido por Lera Boroditsky, los investigadores mostraron a un grupo de hispanohablantes y germanófonos 24 objetos con género gramatical distinto en sus respectivos idiomas y, en sucesivas pruebas, les fueron dando nombres propios (así, por ejemplo, a una manzana la llamaron “Patricia” en una prueba y “Patrick” en otra).
Observaron que a los sujetos les resultaba más fácil recordar aquellos nombres propios que concordaban en género con el del objeto en su idioma nativo (así, los hispanohablantes recordaban mejor el nombre de la manzana cuando era “Patricia” que “Patrick”; y a los alemanes les pasaba al revés). Como la prueba la realizaron en inglés, dedujeron que los sujetos atribuían un género conceptual a los objetos basándose en su género gramatical.

El principio de Jakobson

En Through The Language Glass. Why the world looks different in other languages
(Arrow Books, 2011), el investigador británico, Guy Deutscher, incluye ese experimento en su panorama de teorías que han vinculado pensamiento y lenguaje.
Una de las más extremas y desacreditadas fue la que enunciada en la primera mitad del siglo pasado por Edward Sapir, fue desarrollada por su alumno Benjamin Lee Whorf y se conoce como “hipótesis Sapir-Whorf”. Sostiene que la lengua es una “jaula” o prisión que limita nuestra capacidad de aprehender la realidad externa.
En 1936 Whorf pretendió ilustrar su teoría con una singularidad que atribuyó a la lengua de una tribu india del estado de Arizona, los hopis, que –alegaba– no hacían distinción alguna entre pasado, presente y futuro. 
Cuando, años después, otro lingüista más meticuloso, Ekkehar Malotki, vivió entre los hopis y estudió su lengua, comprobó que tenían perfecta noción del tiempo y lo demostró transcribiendo relatos que les había oído. De la desacreditada hipótesis Sapir-Whorf hay ecos en la novela 1984 de George Orwell, en la que describe cómo los líderes autoritarios de Oceanía pretenden erradicar la rebeldía eliminando del diccionario las palabras que podrían alentarla.
Hoy en día los lingüistas rechazan que un idioma pueda ser una barrera que impida comprender o transmitir ideas sólo asequibles en otras lenguas. Baste un ejemplo: aunque en español y en inglés carezcamos de un término equivalente al Schadenfreude alemán, nada nos impide captar su significado de “alegría por la desgracia ajena”.
Ahora bien, Deutscher suscribe la tesis más moderada del lingüista Roman Jakobson de que “los idiomas no se diferencian esencialmente en lo que pueden transmitir, sino en lo que obligan a transmitir”. 

"Languages differ essentially in what they must convey and not in what 
they may convey." The crucial differences between languages, in other 
words, are not in what each language allows its speakers to express — for 
in theory any language could express anything — but in what informa- 
tion each language obliges it speakers to express. 
Así, la expresión inglesa "the boss and her spouse" se traduciría como "la jefa y su cónyuge": revela el sexo de la jefa con el posesivo, pero no obliga a revelar el sexo del o la cónyuge... ergo, he elegido el término más neutral "cónyuge" ya que el que "spouse" no obliga a revelar el sexo es cosa inevitable en español y otros muchos idiomas.
Para Deutscher la lengua puede influir no sólo en la atribución de género a los objetos –como demostraron Konishi y Boroditsky–, sino también en el sentido de la orientación o la sensibilidad a los colores. Así, que en la lengua de los guugu yimithirr, en Australia, las indicaciones de situación física no sean “egocéntricas” (izquierda/derecha) sino que se basen en los puntos cardinales –un nativo yimithirr nos diría, por ejemplo, “hay un hormiguero junto a tu pie norte”–, obliga a quienes lo hablan a tener un perfecto sentido de la orientación, para poder hablarlo y entenderlo con soltura.

 We venture onto riskier 
ground, however, when we move from the facts about language to their 
possible implications on the mind. Different cultures certainly make 
people speak about space in radically different ways. But does this neces- 
sarily mean that the speakers also think about space differently? By now 
red lights should be flashing and we should be on Whorf alert. It should 
be clear that if a language doesn't have a word for a certain concept, that 
does not necessarily mean its speakers cannot understand this concept. 

Indeed, Guugu Yimithirr speakers are perfectly able to understand 
the concepts of left and right when they speak English. Ironically, it 
seems that some of them even entertained Whorfian notions about the 
alleged inability of English speakers to understand cardinal directions. 
John Haviland reports how he was once working with an informant on 
translating traditional Yimithirr tales into English. One story con- 
cerned a lagoon that lies "west of the Cooktown airport" — a description 
that most English speakers would find perfectly natural and under- 
stand perfectly well. But his Yimithirr informant suddenly said; 
"But white fellows wouldn't understand that. In English we'd better say, 
'to the right as you drive to the airport.'" 

And as it so happens, the Yimithirr have exactly this kind of 
an infallible inner compass. They maintain their orientation with respect to 
the fixed cardinal directions at all times. Regardless of visibility condi- 
tions, regardless of whether they are in thick forest or on an open plain, 
whether outside or indoors, whether stationary or moving, they have a 
spot-on sense of direction. Stephen Levinson relates how he took Guugu 
Yimithirr speakers on various trips to unfamiliar places, both walk- 
ing and driving, and then tested their orientation. In their region, it is 
rarely possible to travel in a straight line, since the route often has to go 
around bogs, mangrove swamps, rivers, mountains, sand dunes, for- 
ests, and, if on foot, snake-infested grassland. But even so, and even 
when they were taken to dense forests with no visibility, even inside 
caves, they always, without any hesitation, could point accurately to the 
cardinal directions. They don't do any conscious computations: they don't 
look at the sun and pause for a moment of calculation before saying 
"the ant is north of your foot." They seem to have perfect pitch for 
directions. They simply feel where north, south, west, and east are, just 
as people with perfect pitch hear what each note is without having to 
calculate intervals. 
The Yimithirr take this sense of direction entirely for granted 
and consider it a matter of course. They cannot explain how they know 
the cardinal directions, just as you cannot explain how you know 
where left and right are. One thing that can 
be ascertained, however, is that the most obvious candidate, namely the 
position of the sun, is not the only factor they rely on. Several people 
reported that when they traveled by plane to very distant places such as 
Melbourne, more than a three-hour flight away, they experienced the 
strange sensation that the sun did not rise in the east. One person even 
insisted that he had been to a place where the sun really did not rise in 
the east. This means that the Yimithirr's orientation does fail 
them when they are displaced to an entirely different geographic region. 
But more importantly, it shows that in their own environment they rely 
on cues other than the position of the sun, and that these cues can even 
take precedence. When Levinson asked some informants if they could 
think of clues that would help him improve his sense of direction, they 
volunteered such hints as the differences in brightness of the sides of 
trunks of particular trees, the orientation of termite mounds, wind 
directions in particular seasons, the flights of bats, sand dunes...
If you are a nomad in the Australian bush, there are no second left turnings to guide you, so egocentric directions (left, right... like those of sedentary Westerners) will be far less useful and you will naturally come to think in geographic coordinates. The way you then end up thinking about space will just be a symptom of the way you think anyway.
De forma parecida, la escasez en la Naturaleza de objetos azules –excluidos el cielo diurno y los cursos de agua, lagos y mares– hace que muchas lenguas primitivas o antiguas –incluidos el griego y el latín– no tengan un nombre específico para ese color, considerado en ocasiones una mera tonalidad del verde (son, por ende, lenguas "grue" o "vazules"). Eso explica que Homero, que tanto habla del rojo en sus relatos, no mencione el azul (y hable de mares burdeos o violetas y cielos verdes), sin que sea preciso atribuir ese hecho a su supuesto daltonismo –como aventuró en el siglo XIX Gladstone, el erudito Primer Ministro inglés–.


Sesgos implícitos

Deutscher concluye: “Cuando un lenguaje fuerza a quienes lo hablan a prestar atención a ciertos aspectos del mundo cada vez que abren la boca o aguzan el oído, tales hábitos del habla pueden transformarse con facilidad en hábitos mentales con consecuencias en la memoria, la percepción, las asociaciones o incluso las habilidades prácticas”.



There is 
nothing in the physical environment of the Yimithirr that pre- 
cludes their using both geographic coordinates (for large-scale space) 
and egocentric coordinates (for small-scale). There is no conceivable 
reason why a traditional hunter-gatherer existence would prevent any- 
one from saying "there is an ant in front of your foot" instead of "to the 
north of your foot." After all, as a description of small-scale spatial rela- 
tions, "in front of your foot" is just as sensible and just as useful in the 
Australian bush as it is inside an office in London.

This is 
not merely a theoretical argument— there are various languages of soci- 
eties similar to Guugu Yimithirr that indeed use both egocentric and 
geographic coordinates. Even in Australia itself, there are aboriginal 
languages, such as Jaminjung in the Northern Territory, that do not rely 
only on geographic coordinates. So Guugu Yimithirr's exclusive use 
of geographic coordinates was not directly imposed by the physical 
environment or by the hunter-gatherer way of life. It is a cultural 
convention. The categorical refusal of Yimithirr ants ever to 
crawl "in front of" Yimithirr feet is not a decree of nature but an 
expression of cultural choice. 
In fact, there is one example in our own egocentric system of coordi- 
nates, the left-right asymmetry, which teaches us to be cautious. For 
most Western adults, left and right seem second nature, but children 
have great difficulties in mastering the distinction and generally man- 
age it only at a very late age. Most children cannot cope with these con- 
cepts even passively until well into school age and don't use left and 
right actively in their own language until around the age of eleven. This 
late age of acquisition, and especially the fact that children often master 
the distinction only through the brute force of schooling (including, of 
course, the need to acquire literacy and master the inherent sidedness 
of letters), makes it unlikely that the left-right distinction was acquired 
simply through the requirements of daily communication. 
page 234 Influence of language on thought can be considered significant 
only if it bears on genuine reasoning: See, e.g., Pinker 2007, 135. 














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